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Hubo una época, cuando las historias se trasmitían de boca en boca. A través de diferentes voces, la mayoría ya roncas por la edad. Además se acompañaban de gestos y miradas, esas miradas perdidas en recuerdos que no volverían.
Así era antes la historia, la imaginación y la comunicación. No había información escrita, algunos rudimentarios bosquejos en paredes de piedra, que daban inicio a un futuro repleto de datos, palabras, ensayos, relatos, historias, diálogos, discursos, descripciones, aunados a dibujos, esquemas, fotos, en papiros, madera, piel, papel procesado, en pantalla, en cantidades inimaginables a través de una red invisible que abarca a todo el planeta y más allá.
Hubo una época cuando sólo los afortunados y muy bien parados podían leer o escribir. Cuando ese conocimiento era muy limitado y restringido.
Poco a poco, demasiado lento pero seguro, eso cambió y ahora hay tantísimo que leer, que no nos alcanzaría la vida para incorporar a nuestra experiencia, ni siquiera una pequeña parte de lo que quisiéramos saber.
Un tema de conversación frecuente es sobre todo aquello que no nos da tiempo de hacer, o de hacer bien. Como por ejemplo, comer sentados, comida sana y no refrita, unas 3 o 4 veces al día, así como tomar agua y finalmente ir al baño. Cuestiones que no son banales o superfluas, sino que apenas dejan de ser una buena parte de nuestras necesidades básicas de supervivencia.
Obviamente tampoco hay tiempo para meditar, relajarnos, hacer ejercicio, platicar con los ancianos o simplemente escuchar una buena canción en el radio. Sin prisas o cargos de consciencia, por hacer algo que “no es importante” cuando deberíamos de estar haciendo todas las demás cosas que “si son importantes”, como hacer cola en el banco, pasar horas sentadas en un terrible tráfico, o hablar por horas por teléfono o hasta trabajar sin parar detrás de una pantalla de computadora.
Para leer, tampoco hay tiempo, porque si no es parte de una evaluación académica cercana, no hay gusto ni interés por leer. No importa la edad, sexo, ocupación, credo o nivel socioeconómico, la mayoría no lee. Y es que es esta una sociedad donde no hay tiempo para nada y no hay curiosidad. La imaginación es un lujo, el conocimiento que no sea relacionado a nuestras faenas, innecesario y hasta aburrido.
No es necesario ir a la escuela para aprender a leer y escribir, pueden haber cientos de ellas y no aprovecharse por falta de interés. No faltan las oportunidades para leer, pero si la voluntad de hacerlo.
Cuando leemos, agregamos información valiosa a nuestro haber intelectual. Ejercitamos nuestro sentido común, nuestra imaginación, nuestra lógica y creamos una disciplina que no tiene fin. De un tema, pasamos a otro y a otro, cuando nos damos cuenta, estamos a años luz de lo que leímos hace poco menos de un mes. Pasamos de temas ligeros como fantasía urbana con vampiros y elementales a misterios y tramas conspiratorios internacionales, a romance rosa o erótica dura y finalmente a temas densos como el aborto y la eutanasia.
Y es que si no hacemos esas cosas que hacen de la vida una experiencia especial, la vida se marchita, se vuelve aburrida y callada. Cuántas penas no se olvidan, siquiera por unos minutos, al perdernos totalmente en una buena lectura. Cuántos dolores no merman, al soñar a través de párrafos colmados de aventura. Qué mentes no se trasforman, opiniones no cambian, creencias no se cuestionan y preguntas no se responden creando un sinfín de nuevas, al entregarnos a una apasionante lectura.
Una pregunta curiosa; de las personas que tratamos, ¿cuántas leen por placer y actualmente están leyendo algún libro? Muy probablemente, casi nadie. Triste. Por eso creo que los temas de conversación actuales son tan sin interés y sin gracias.
De los placeres de la vida, la lectura está en la mía, en primera fila.
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